Con frecuencia nos asalta la pregunta: «¿por qué no soy todo lo feliz que anhelo?». Son muchos los que buscan la felicidad en sensaciones extremas que producen más vacío, más infelicidad. Con frecuencia nos identificamos con las decisiones equivocadas del hijo pródigo, pero siempre tenemos la libertad de desandar los caminos que esclavizan hasta encontrar el camino de la alegría.
Pablo felicita a los cristianos de Tesalónica por su aceptación sincera del Evangelio, por su conversión al único Dios y porque han aceptado a Jesús como Hijo de Dios, Señor resucitado (2ª lectura).
La fe en Jesús nos hace hermanos; la concordia es la condición para aceptar el Mandamiento principal de la Ley de Dios: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser…y al prójimo como a tí mismo» (Evangelio).
Afirmamos que estamos destinados a ser felices porque Dios nos ama, porque el encuentro con Dios acontece en nuestra vida si amamos al prójimo. La comunión con Dios y con los hermanos es el manantial perenne de la alegría que buscamos. «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza» (salmo 17). Que mi amor a Tí, Señor, se exprese en todas las personas en las que me esperas.
Israel experimentó que Dios es compasivo; la Alianza con el Compasivo lleva al «resto fiel» a cumplir su Mandamiento: «no oprimirás al forastero…no explotarás a la viuda ni al huérfano» (1ª lectura). Si somos imágenes de Dios somos compasivos; si somos compasivos vivimos felices porque hay más alegría en dar que en recibir.
Jaime Aceña Cuadrado cmf