DOMINGO XXXI del T. O. 4 de Noviembre de 2018.
«¿Qué Mandamiento es el primero de todos?»
El pluralismo de doctrinas y las contadictorias interpretaciones de la historia producen tal hartazgo que corremos el peligro, aturdidos, de no escuchar la llamada de Dios a ser y vivir de nuevo.
Hoy, si escuchamos en silencio, Dios nos muestra su camino y sale a nuestro encuentro. Moisés, guía de Israel por el desierto, alienta la esperanza de todos los pueblos que peregrinamos hacia la tierra en la que «mana leche y miel». Hagamos silencio: » Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (1ª lectura).
Jesús utiliza este pasaje cuando es preguntado por el primer Mandamiento. Con una novedad: la síntesis del Decálogo de la Alianza es el Mandamiento principal de Jesús: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón; el segundo es este: amarás a tu prójimo como a tí mismo» (Evangelio). En la última cena lo concreta: «como yo os he amado».
El escriba afirma que cumplir este Mandamiento «vale más que todos los holocaustos y sacrificios». El Espíritu hace posible que vivamos este Amor a Dios y al prójimo como prueba de que nuestras celebraciones eucarísticas son verdaderas; el sacrificio y la entrega de Jesús une en un sólo Amor la obediencia al Padre y el servicio a los hermanos, que llega a orar por los enemigos y a perdonar a quienes nos han ofendido (Oración del Padre nuestro).
Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro; el contraste entre el sacerdocio levítico y nuestro barro con el sacerdocio de Jesús es manifiesto: el primero es imperfecto, necesita ofrecer sacrificios por los propios pecados, ofrece sacrificios ajenos, es un sacerdocio efímero, incapaz de salvar. Jesús es sacerdote para siempre, se ofrece a sí mismo, su sacerdocio es único, inmortal, perpetuo, capaz de salvar «a los que por medio de Él se acercan a Dios» (2ª lectura).
El salmo 17 lo oramos en común porque todos experimentamos que Dios nos ha salvado de grandes peligros: «Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza…Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador».
Concluyo: el culto cristiano lo realizamos desde el corazón de Cristo porque «tiene el sacerdocio que no pasa». Urge permanecer unidos a Él para hacer de nuestra vida una ofrenda a Dios y al prójimo.
Jaime Aceña Cuadrado cmf